Por Ale Mora
Cuando en 1990 la dictadura militar entregó el poder, muchos soñaron con que la izquierda heroica y sufriente transformaría a Chile en un país justo, solidario y profundamente democrático. Sin embargo, pocos imaginaban que esa izquierda, tras años de resistencia y exilio, llegaría perfectamente adiestrada para una tarea mucho más modesta: administrar, con eficiencia y obediencia, el modelo neoliberal que juraba odiar.
Y vaya que lo hicieron bien. No tardaron en cambiar la épica revolucionaria por excels impecablemente ordenados, ni en trocar las banderas de lucha por un lenguaje técnico que maquillaba la continuidad del modelo. Privatizaciones se llamaron «concesiones», precarización se tradujo en «flexibilización laboral» y la consolidación de la educación de mercado fue celebrada como «expansión de oportunidades». Así nació la «izquierda democrática» —o más sinceramente, la «No izquierda»—, especializada en cambiar palabras sin alterar las realidades fundamentales.
Cada intento de reforma verdadera fue diluido en acuerdos transversales, vetos constitucionales y pactos tácitos que preservaron las bases del orden neoliberal. Si Pinochet levantara la cabeza —y a ratos parece que nunca la bajó— seguramente sonreiría al ver con qué devoción sus antiguos adversarios protegieron su legado.
La nueva camada progresista, que llegó a La Moneda en 2022, prometió no repetir los errores de sus mayores. Eran «otra izquierda», incorruptible y valiente. Pero bastaron unos meses en el poder, un par de advertencias de la banca internacional y algunas portadas alarmistas para que recordaran que, en Chile, gobernar sigue siendo, sobre todo, un acto de obediencia disfrazado de pragmatismo.
Esta «No izquierda», atrapada entre la nostalgia de sus gestas pasadas y la comodidad de su presente burocrático, ha perfeccionado el arte de gestionar los mecanismos de un Estado hecho para impedir cambios esenciales, mientras enarbola banderas de transformación para no perder del todo la poesía.
Pero hoy, esa estrategia de administración pragmática muestra claros signos de agotamiento. Las sucesivas revueltas sociales, culminadas en el estallido de octubre de 2019, expresaron un rechazo profundo no solo al modelo, sino también a las formas tradicionales de hacer política, vistas como cómplices de su reproducción. La demanda popular no era por una «mejor administración» del neoliberalismo, sino por su superación total: por una refundación, por una verdadera independencia.
Entonces, ¿qué significa pensar en una izquierda que no administre, sino que transforme?
Significa, en primer lugar, recuperar la confianza en la capacidad del propio pueblo para ejercer soberanía. Entender que la democracia no se agota en elecciones cada cuatro años, sino que vive en la organización popular, en la deliberación comunitaria y en la construcción cotidiana de poder desde abajo.
Significa también asumir que la independencia no es un gesto simbólico, sino un proceso material y político que implica romper las cadenas de la dependencia económica, de la subordinación al capital financiero y de la colonización cultural. No puede haber soberanía mientras los recursos estratégicos sigan privatizados, mientras los derechos sociales dependan del mercado o mientras el Estado continúe actuando como garante de los intereses empresariales.
Construir esta nueva izquierda requiere valentía política y una profunda renovación de sus prácticas y horizontes. No se trata de repetir nostalgias ni de importar modelos ajenos, sino de inventar, desde las necesidades y aspiraciones de nuestro pueblo, formas nuevas de vida común, de organización económica y de democracia participativa.
El desafío es inmenso. Pero no hay otro camino si queremos construir un Chile verdaderamente libre. Una izquierda que no crea en la fuerza de su pueblo para construir soberanía está condenada a repetir el mismo ciclo de frustraciones que hoy la tiene en crisis.
Ya no basta gestionar mejor el modelo heredado. Es tiempo de emancipar.
Absolutamente de acuerdo en que una de las mayores traiciones al pueblo chileno por parte de la clase politica es la expoliación de la soberania trasladándola mañosamente al concepto patria !!!…La Soberania es inherente al Pueblo !!! Es en el pueblo donde radica la soberania.!!!
Gracias por ordenar y poner en palabras inquietudes que hace mucho tiempo me quitan el sueño. ¡¡Basta ya del silencio cómplice que venimos guardando para que la derecha no se aproveche!! ¡¡Basta ya del mal menor!!
La categoría «progresismo domesticado» me parece aplicable a las corrientes renovadas, woke que han roto con la tarea transformadora histórica de la izquierda. Se observa en ellos la admisión como propias las ideas de Soros, del partido democrata de EEUU.
CLARO , PRECISO Y CONCISO . YA ES HORA DE ACTUAR CON INTELIGENCIA SIN CAER EN EL CONSERVACIONISMO DORMIDO DE MUCHOS CHILENOS .
SIN CAER EN LA TRAICION DE LOS IDEALES .CONCIENCIA Y MADURACION POLITICA ..