Por Jorge Galvez (Coordinador Nacional del Movimiento Soberanistas de Chile)
En el complejo tablero de la política global, Donald Trump ha logrado instalarse como un actor disruptivo. Su retórica “antiglobalista”, su política de aranceles, su rechazo a organismos multilaterales y su defensa del “America First” es la muestra de una feroz disputa intraimperial entre distintas fracciones del capital.
Fracciones burguesas en pugna
Desde una perspectiva materialista, los procesos políticos deben entenderse como expresiones superestructurales de relaciones de clase concretas. En este caso, la disputa entre el trumpismo y el bloque globalista representa una lucha al interior del propio bloque en el poder de la burguesía mundial, dividida en fracciones con intereses divergentes.
Por un lado, los sectores vinculados al capital financiero transnacional —representados por BlackRock, George Soros, la banca Rothschild, Bloomberg, entre otros— promueven una globalización neoliberal basada en tratados de libre comercio, organismos internacionales, movilidad irrestricta de capitales y una gobernanza supranacional. Este modelo ha dominado el sistema-mundo capitalista desde la caída de la Unión Soviética, afianzando una red de poder transatlántico centrada en Estados Unidos y Europa occidental.
Por otro lado, Trump representa una fracción “nacionalista” del capital estadounidense, particularmente ligada al complejo industrial-militar, sectores manufactureros debilitados y burguesías medianas desplazadas por el libre comercio. Su propuesta busca reformular el imperialismo bajo nuevas condiciones, Trump no quiere terminar con el imperialismo estadounidense, sino cambiar la manera en que se ejerce. Quiere que el dominio se haga de forma distinta a como lo han hecho los gobiernos anteriores, sobre todo los «globalistas». Sin multilateralismo, sin la ONU, la OTAN, el FMI o la OMC. Trump rechaza esa idea. Él prefiere que EE.UU. actúe solo y decida por su cuenta, sin depender de acuerdos o consensos con otros países. Busca una hegemonía directa, Trump quiere que EE.UU. mantenga su poder global (hegemonía), pero sin intermediarios ni estructuras diplomáticas. Quiere que ese poder sea directo, unilateral, sin tener que negociar con aliados ni usar organizaciones como la OTAN o la ONU para ejercerlo.
En lo económico
Busca una mayor autonomía productiva frente a Asia, en especial con China, busca el repliegue económico hacia dentro de Estados Unidos. Trump busca que el país produzca más internamente y dependa menos de las importaciones. Por eso impuso aranceles (impuestos a productos extranjeros) y fomentó que las empresas regresaran a fabricar dentro del territorio estadounidense. La idea según Trump es romper con la globalización económica que convirtió a China en el principal proveedor del mundo, incluida la industria de EE.UU.
De esta manera, la política exterior de Trump no elimina la lógica imperialista, sino que reemplazó ciertos mecanismos por otros más agresivos. Si durante décadas la dominación estadounidense se articuló a través de instrumentos como la USAID, la NED o la OTAN, bajo su administración se promueven sanciones unilaterales, amenazas comerciales y guerras económicas con una narrativa nacionalista. En otras palabras, se sustituye el imperialismo liberal por un imperialismo bilateral, proteccionista y coercitivo .
El declive unipolar y el mundo multipolar
El ascenso de Trump no puede entenderse sin el contexto geopolítico más amplio: la crisis de hegemonía de Estados Unidos frente al ascenso de potencias como China, Rusia, Irán o India. En este escenario, las élites estadounidenses están divididas entre quienes apuestan por sostener el orden globalista liderado por Washington y quienes consideran que este modelo ha agotado su eficacia.
Trump pertenece al segundo grupo. Su cuestionamiento a la OTAN, su escepticismo frente a la ONU y su abierta hostilidad al libre comercio expresan una visión de mundo más cerrada, más conflictiva y más nacionalista, que sin embargo no busca retirarse del escenario global, sino reformular la hegemonía desde una lógica de poder duro.
Este repliegue táctico ha tenido efectos globales: debilitamiento de la Unión Europea, tensiones con Alemania y Francia, distanciamiento con Canadá y México, y una creciente polarización entre Occidente y el eje euroasiático. La geopolítica del trumpismo es una geopolítica del conflicto directo, no de la cooperación.
Aunque Trump ha logrado canalizar el malestar de amplios sectores populares afectados por la globalización, su propuesta no ofrece una salida estructural. La razón es simple: no entender las reales raíces del problema, que son propias del modo de producción capitalista.
El capitalismo contemporáneo arrastra contradicciones cada vez más profundas imposibles de resolver como la tendencia decreciente de la tasa de ganancia que obliga al capital a buscar salidas en la especulación, la guerra y el saqueo. Las contradicciones en las Fuerzas Productivas y las relaciones de producción capitalistas, las fuerzas productivas desarrolladas (como la automatización y la inteligencia artificial) chocan con relaciones sociales basadas en la explotación y la propiedad privada. La crisis de producción, donde la desigualdad extrema y el agotamiento de los mercados exigen transformaciones que el capital no puede ni quiere realizar.
Trump, como expresión de una fracción burguesa, no comprende ni puede resolver estas contradicciones. Su nacionalismo económico es apenas un parche, una reacción tardía frente a un sistema que se descompone.
La disputa de las burguesías por el control de la protesta social
Un fenómeno que suele pasar desapercibido es el uso instrumental que hacen las distintas fracciones del capital de las expresiones sociales y culturales. Las protestas contra Trump —por más legítimas que puedan ser en ciertos casos— muchas veces son financiadas o cooptadas por los aparatos del capital globalista: fundaciones, ONGs, medios masivos, redes sociales.
Esto no implica negar la autenticidad de los reclamos populares, sino anunciar que, en contextos de crisis, las élites tienden a manipular el conflicto social para redirigirlo según sus intereses. Así como el trumpismo instrumentaliza el miedo y el racismo, el progresismo globalista explota causas woke e identitarias para mantener el statu quo neoliberal. Los globalistas liberales atrincherados en Europa, buscan disputar América Latina, de ahí de los esfuerzos por destinar grandes recursos de la Fundaciones de Soros, con un aparente discurso anti Trump buscan movilizar a las fuerzas populares en un escenario que le es ajeno, que es una disputa entre el Bloque en Poder y sus fracciones de clase burguesa. Los sectores populares y revolucionarios deben ser consciente de esta disputa y no alinearse con ninguna fracción del capital, sino construir una alternativa autónoma, popular, de clase.