De las llamas del descontento a la deslegitimación por la manipulación mediática
por Marco Villarroel
El estallido social de 2019 en Chile fue el resultado de décadas de tensiones acumuladas, culminando en las manifestaciones más masivas en la historia del país. Estas protestas pusieron de relieve las profundas desigualdades e injusticias arraigadas en la sociedad chilena. Sin embargo, en lugar de propiciar un cambio significativo, el movimiento popular fue rápidamente cooptado por fuerzas hegemónicas, mientras la narrativa mediática se esforzaba por desacreditar las legítimas demandas ciudadanas. Esta manipulación evoca el viejo axioma: «La historia la escriben los que vencen», pues es innegable que el pueblo chileno no logró ninguna victoria significativa tras la revuelta de octubre de 2019.
Según las encuestas del Centro de Estudios Públicos (CEP), en diciembre de 2019, un 55% de la población apoyaba las movilizaciones sociales. Sin embargo, cinco años después, ese respaldo ha disminuido drásticamente, alcanzando apenas un 23%. Este cambio en la opinión pública se debe, en gran medida, a una campaña mediática sostenida que ha buscado criminalizar el estallido social, transformándolo en lo que hoy se denomina un «estallido delincuencial». Esta narrativa ha alterado la manera en que la ciudadanía entiende y valora las demandas de justicia y cambio que surgieron en aquel periodo, evidenciando cómo los medios pueden moldear la percepción social y política a través de un enfoque particular en los acontecimientos.
Es importante recordar que el pequeño aumento en el precio del pasaje del metro, que desencadenó el estallido social, no solo fue una simple alza tarifaria, sino que actuó como catalizador de un profundo resentimiento acumulado por años de promesas incumplidas. Fue la valentía y rebeldía de la juventud estudiantil lo que encendió la llama de la protesta. Su acto de desobediencia civil, al evadir el pago del pasaje, se convirtió en un símbolo de resistencia que resonó en toda la sociedad. Rápidamente, otros grupos sociales se unieron a este llamado, como trabajadores endeudados y jubilados con pensiones mínimas, quienes encontraron en el movimiento una expresión de sus propias frustraciones. Los cacerolazos nocturnos se transformaron en un clamor unánime que sacudió los cimientos del sistema.
Sin embargo, en medio de la protesta pacífica, emergieron actos de vandalismo y saqueo, en algunos casos promovidos por el lumpen, que parecían contar con la complicidad, o al menos la inacción, de fuerzas policiales y militares. La destrucción simultanea de infraestructuras clave como varias estaciones de metro y edificios como el de Enel, sumada a la falta de pruebas concretas sobre los responsables, alimentó teorías conspirativas y acusaciones cruzadas entre el gobierno y la oposición. La derecha atribuyó los hechos a influencias externas y a grupos extremistas, mientras que la izquierda acusó al gobierno de manipular la situación para justificar la represión. Este clima de polarización y desconfianza dificultó encontrar soluciones y agravó aún más la crisis social.
Un informe del Ministerio del Interior del gobierno de Piñera atribuyó el estallido social de 2019 a la influencia de redes sociales extranjeras y a la movilización de ciertos grupos, como jóvenes fanáticos del K-Pop, sugiriendo además que figuras públicas habrían incentivado las protestas. No obstante, esta interpretación es claramente cuestionable. Si bien algunas organizaciones políticas pudieron haber tenido un impacto, argumentar que más de un millón de chilenos—los que se manifestaron el 25 de octubre, la mayor protesta en la historia del país—fueron meramente agentes pagados es un desacierto. La movilización fue genuina, reflejando un profundo descontento y una demanda de cambios estructurales en la sociedad.
En la noche del 15 de noviembre, mientras el pueblo organizado convocaba asambleas y cabildos para discutir sus reclamos, la clase política de izquierda y derecha firmó un pacto a espaldas de quienes realmente anhelaban un cambio significativo. “El pacto por la paz y la nueva constitución” se erigió como un salvavidas para el gobierno de Piñera y como un intento de sofocar el clamor popular por justicia social. Este pacto espurio resultó en dos intentos fallidos de cambio constitucional, que solo generaron decepción y apatía entre la ciudadanía. Así, aunque Chile había despertado, pronto volvió a sumirse en un sueño aún más profundo.
La ausencia de banderas de partidos políticos durante el estallido social de 2019 es un aspecto revelador sobre la naturaleza del movimiento y el clima de descontento que lo alimentó. De hecho, hay ejemplos claros de cómo la participación política tradicional fue rechazada. Cuando los comunistas intentaron unirse a las protestas, fueron recibidos con violencia y expulsados por los propios manifestantes. Recordemos el momento en que Gabriel Boric se acercó a Plaza Italia, el epicentro del estallido. Su presencia fue acogida no solo con desconfianza, sino con hostilidad; llegó incluso a ser bañado en cerveza y escupitajos, enfrentándose al riesgo de ser linchado. Solo gracias a la intervención de algunos manifestantes se evitaron actos de violencia mayores. Asimismo, Daniel Jadue tuvo que abandonar Plaza Italia tras un intento de golpiza por parte de los presentes. Estos hechos evidencian el rechazo y la desconfianza de los manifestantes hacia todos los partidos políticos, incluidas las facciones de la izquierda partidista, a quienes consideraban traidores a los intereses del pueblo.
Es fundamental resaltar que la misma «izquierda» partidista que hoy en día algunos sindican como responsable de incendiar Chile durante el estallido social fue, en complicidad con la derecha que entonces estaba en el poder, la que promulgó la ley anti barricadas y anti encapuchados. Estas medidas, respaldadas por el voto del diputado Gabriel Boric y otros parlamentarios del Frente Amplio y del Partido Comunista, resultaron en la criminalización de la protesta popular, un acto que refleja un claro intento por frenar el clamor de un pueblo que exigía cambio. Todos estos hechos dejan en evidencia que la clase política, en su conjunto, no solo sintió temor ante el descontento ciudadano, sino que también se mostró más preocupada por proteger sus privilegios y los de sus aliados en la oligarquía que por escuchar las demandas legítimas del pueblo.
Finalmente, como ya sabemos, todo quedó en nada. Después de un proceso arduo y lleno de expectativas, lo que se presentó como una oportunidad de cambio se convirtió en un eco de desilusión. Las dos propuestas de constitución, ambas rechazadas y marcadas por sus respectivas inclinaciones políticas, subrayan el estancamiento de un país que sigue aferrado a los vestigios de un pasado dictatorial. Las promesas de transformación se diluyeron, dejando vigente la herencia de Pinochet y la continua expansión del neoliberalismo, mientras el saqueo de Chile persiste sin límites.
Pese a todo, queda claro que este no es el momento para cambiar la constitución. En un contexto donde la clase política sigue siendo servil al neoliberalismo globalista, las condiciones no están dadas para un proceso realmente transformador. Es esencial reconocer que, en esta realidad, el cambio se ve amenazado por intereses que priorizan el poder corporativo sobre las verdaderas necesidades del pueblo.
Sin embargo, no podemos permitir que esta situación nos lleve a la resignación. Debemos seguir manteniendo y fortaleciendo las asambleas y cabildos, espacios en los que emana el auténtico poder popular. Desde estos lugares de encuentro y deliberación, es desde donde deben surgir mandatos soberanos, representativos de la voluntad de la ciudadanía.
La lucha por la soberanía y la dignidad de Chile debe continuar. Es en la organización y la deliberación colectiva donde encontraremos el camino hacia el futuro que soñamos, uno que refleje auténticamente nuestras aspiraciones y necesidades como nación.